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Por Johnny Torres Rivera |
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Solía
pasar mis vacaciones escolares en la vetusta casona de mi abuela, a
quienes todos allá en el barrio El Cantito, en Manatí, conocían
como doña Sili la comadrona. Su tez canela y una larga y lacia cabellera
que recogía en un moño sobre su cabeza revelaban su ascendencia zambo.
Los conocimentos que tenía sobre las propiedades de plantas medicinales
eran asombrosos y que según ella, provenían de sus ancestros indios y
africanos. Pero en
cuanto a sus particulares convicciones se refiere, para mi eran una
incomprensible burundanga. - ¿Estás
loca? ¡Insensata! ¿Quieres que te pase como a la india del manantial? Fué entonces cuando por curiosidad le pregunté el por qué cubrir los espejos, y a cual india se refería. Muy seria, inclinando la cabeza y lanzando la mirada sobre el marco de sus lentes, con voz trémula contestó. - M'ijo,
los espejos atraen los rayos.
Según su relato, en la parte más alta de un lugar muy cerca de la
playa, los indios tainos habían establecido una apacible aldea. Rodeada
de exuberante fronda, frescura del clima, suelo fértil, cercanía del mar
y una laguna para la pesca garantizaban su sustento. De entre todas
las doncellas de aquel paraíso indígena, Anani destacaba por su
hermosura, moza muy presumida y veleidosa. Por temor a su padre pocos
osaban cortejarla. Era hija de un guerrero baracutey, curtido en las guazábaras
contra los indios caribes que por temporadas atacaban el villorrio.
Cerca de la desembocadura del río Manatuabón, estaban construyendo un
asentamiento los recién llegados españoles. Para aquel entonces eran
considerados dioses por los tainos. Por ser reducido el número de los
colonizadores, se vieron en la necesidad de ir a la aldea donde vivía
Anani a solicitar ayuda. Fueron bien recibidos y obsequiados con guanimes
de maíz, casabi de la yuca y frutas silvestres. Los encantos de la núbil
doncella Anani también llamaron la atención de uno de los visitantes, un
marinero aventurero de nombre Bernabé, que habiendo aprendido el
idioma indígena oficiaba como traductor. Llegado
el día, sentada altiva sobre una roca esperaba Anani con impaciencia a
sus enamorados. El primero en presentarse fué el hijo del médico brujo.
De su ocarina de concha marina salieron notas tan límpidas y melodiosas
que rivalizaban con los trinos de las aves. Traía consigo como ofrenda de
amor un elaborado cemí esculpido en ágata jaspeada representando a
Guabancex, diosa de los vientos. Además, una guirnalda confeccionada con
corales rojos y delicadas figurillas talladas en hueso de manatí. No
tardó en llegar el marinero, y de su envoltura sacó una Vihuela. Tañendo
las cuerdas, acompañó su bien timbrada voz cantando coplas.
Terminado su repertorio le obsequió a la joven una gargantilla con
cuentas multicolores de vidrio y un resplandeciente espejo enmarcado en
madera barnizada. Ella quedó deslumbrada, arrobada en la
contemplación de su faz reflejada en aquel novedoso objeto mágico; la
fascinación de ver los dedos de su otra mano retozando en su cabellera.
Con desdén rechazó y lanzó al suelo los obsequios de Yamuy. - ¡
Detente Guataubá, te pido por
favor, no prosigas ! ¡ Escucha mi ruego Coatrisquie,
aleja tu vasija !
Intercedan por mí ante Guabancex, a quien imploro un perdón para
Anani. No fue su intención ofenderla. Los ojos cerrados, sin
proferir sus labios palabras; sin el auxilio del mayojuacán ni de la
cohoba, desde lo más recóndito de su ser, Yamuy intentaba establecer la
unión mística con la diosa de las tempestades y sus incondicionales
ayudantes.
- ¡Levántate!
Lo hecho, hecho está. ¡ Obedece y vete, guaiba,guaiba! Todo sucedió tan rápido. En solo un instante terminó el caos. Cesó
la lluvia, el viento amainó y retornó el sosiego. Al
dispersarse las nubes emergió radiante la luz del sol, permitiendo a
Yamuy observar cómo el lugar en la playa donde antes se encontraban, se
había convertido en una pequeña poza arenosa semilunar de poca
profundidad cercada por rocas. De un resquicio en el promontorio calizo
que la rodeaba manaba ahora un chorro de agua cristalina que rauda por la
arena se deslizaba
buscando el mar. Este a su vez la esperaba en la charca, para así ambos
unirse en íntimo y anhelado encuentro. En el suave tintineo del
manantial que fluía de las entrañas de la peña, le pareció a Yamuy
escuchar la voz juvenil de Anani, y en el murmullo bravío de las olas del
mar la del marinero Bernabé reclamándola. Bueno, así fué como me lo contó mi abuela doña Basilisa Medina, Q.E.P.D. Me he quedado sorprendido al escuchar que aún hoy en día mucha gente continúa creyendo que los espejos atraen los rayos. Dizque por el azogue (mercurio) que contienen. ¡Válgame ! Juan Torres Rivera |
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